La vuelta a la extraordinaria vida cotidiana

El recuerdo de la primera compra con el propio dinero sigue vivo después de veinticinco años. Con apenas cuatro duros en la cartera, el autor recorrió los pasillos del supermercado, sintiéndose invencible al decidir entre llevarse cuarenta tarros de Nocilla o dos kilos de gambas. Entre los hallazgos de esa jornada aparecen tres botes de galletitas en forma de pez, tan sabrosas como económicas, que pronto se convirtieron en un gusto efímero.

El placer de la compra cotidiana

Desde entonces, el acto de ir al mercado —ya sea un martes o un sábado— se ha convertido en una fuente de inspiración. La rutina incluye cargar bolsas repletas de pimientos, berenjenas, puerros, apio, melocotones de Calanda y nísperos, mientras se escuchan los chismes de los vendedores. Un paso por la charcutería permite llevar una longaniza algo seca, chicharrones y un queso pequeño nunca probado, y una visita a la tienda rival para encontrar la butifarra blanca perfecta.

Selección típica de la compra

  • Olivas de tres variedades, cebollitas encurtidas y pepinillos.
  • Una pirámide de salchichas de pollo fresca, una docena en total.
  • Falda de cordero, huesos de espinazo, ternera para caldo y panceta curada en lonchas gruesas.
  • Mortela italiana, que se reserva para una merienda especial.

Al volver a casa, la carga de bolsas llega a la barbilla y las muñecas quedan marcadas por el peso. En un momento inesperado, el autor se detiene en una pastelería, compra dos lionesas de nata y, bajo la sombra de un nogal, las disfruta en un banco mientras descarga el resto de la compra en la acera. Un melocotón del fondo de la bolsa se lava bajo la fuente pública y se come al fresco; más tarde, abre un queso blando y lo prueba con el dedo, agradeciendo la fortuna de haber nacido en ese tiempo y lugar.

En el trayecto de regreso al coche, la vista de una tienda gourmet recuerda la existencia de la mortela. Al llegar a casa, el placer de abrir el paquete y contemplar la mortela recién comprada es tan fuerte que se programa una alarma en el móvil con la palabra “merienda”. A la hora señalada, se tuesta una rebanada gruesa de pan de pueblo del congelador, se le frota un tomate, se le añade aceite y se rellena generosamente con mortela caliente, disfrutándolo en silencio en un platito de postre.

La cena de la misma noche comienza con la limpieza de un pollo. El gato, enroscado en los tobillos, maúlla dramáticamente mientras se despiezan las piezas: corazones, piel y pequeñas tráqueas aparecen por el borde del mármol, desapareciendo bajo una mano peluda. Esta rutina, aunque cotidiana, es vista como una labor con sentido profundo, capaz de transformar la vida diaria en una vida buena.

El autor reflexiona que el trabajo en casa no se realiza por grandes causas, sino para vivir días normales y bonitos, como los que soñaba de niña. Cocinar y todas las tareas que lo rodean son, según él, actividades cargadas de significado que convierten el tiempo libre en momentos valiosos, humanos y nutritivos.

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