Educación y desigualdad: sin docentes, no hay futuro

A las 8:05 a.m., la profesora Daniela abre la puerta del aula 7° B en La Pintana. Antes de pasar lista, pregunta a los estudiantes: “¿Cómo llegaron hoy?”. Las manos se levantan y se inicia una breve interacción que, aunque cotidiana, revela una verdad esencial: la igualdad se construye en el aula, allí donde, al menos por un momento, alguien sostiene el mundo en sus manos.

La desigualdad sigue siendo una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. Según la última encuesta de IPSOS (agosto 2025), una de cada dos personas en 29 países la considera entre los problemas más importantes; en Chile, seis de cada diez comparten esa inquietud. No se trata solo de una cifra, sino del síntoma de un cansancio social que desafía el sentido de la vida colectiva.
Desigualdad y su impacto en la escuela
Si existe un espacio donde el sentido se (re)produce diariamente, ese es la escuela. El centro educativo es simultáneamente continuidad y cambio, realidad y potencial. Es el punto de encuentro entre lo que somos y lo que aspiramos a ser, tanto a nivel individual como colectivo. La desigualdad se manifiesta en múltiples dimensiones—territorial, de género, de acceso y de oportunidades—pero, dentro del aula, lo fundamental es la interacción entre personas, que permite ser vistos, ser escuchados sin etiquetas, enfrentar desafíos sin ser excluidos y equivocarse sin ser estigmatizados.
En la escuela se desarrollan intereses, habilidades y capacidades: leer comprensivamente, escribir con claridad, argumentar con evidencias, resolver problemas relevantes, comprender textos significativos, diseñar experimentos, crear gráficos, canciones o imágenes. Estos saberes no son accesorios; son lenguajes compartidos que habilitan la participación en la cultura, el trabajo y la vida pública. Por ello, la sala de clases se convierte en un espacio de encuentros, confianza y producción de conocimientos complejos, donde los vínculos actúan como palanca para que el aprendizaje ocurra.
Esta interrelación constituye la semilla de una sociedad más inclusiva y menos desigual; es en ese microcosmos donde un país aprende a (re)construirse.
Sin embargo, todo este proceso depende de la calidad de la docencia. La excelencia docente es condición indispensable para que los aprendizajes se materialicen y para que la ciudadanía democrática cuente con comunidades educativas comprometidas con los desafíos de sus contextos. Los profesores deben ser capaces de traer el mundo al aula, abrir la sala al mundo y cuidar el vínculo pedagógico basado en la confianza.
La docencia no es un talento espontáneo; es una profesión que se construye a través de la formación, la práctica y la conversación entre pares. Cada aula es un territorio donde se aprende a reconocer la diferencia, a gestionar el conflicto sin humillar ni excluir, y a hacer de la convivencia una responsabilidad compartida. Fortalecer la profesión docente es, por tanto, una apuesta democrática que prioriza el tiempo de aprender, enseñar y escuchar por encima del ruido que nos rodea.
La justicia educativa tiene rostro, nombre y voz. Se materializa en tizas, plumones, música y altas expectativas, pero también en ojeras al final del semestre, pizarras que no siempre se borran y patios donde el viento lleva nombres que se repiten cada mañana. Todo comienza en el aula a las 8:05 a.m., cuando alguien abre la puerta y pregunta: “¿Cómo llegaron hoy?”. En ese instante, las voces empiezan a dialogar y a construir un futuro más equitativo.
Marisol Latorre Navarro, decana de la Facultad de Educación de la Universidad Alberto Hurtado, destacó la necesidad de invertir en la formación docente y en recursos escolares para garantizar una educación de calidad que reduzca las brechas sociales y promueva la inclusión.

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