Donbás, el objetivo más preciado de la Nueva Rusia soñada por el Kremlin

Irina Artiomova, de 42 años, vive en Kramatorsk, en la provincia oriental de Donetsk, a unos veinte kilómetros del frente de guerra. En una conversación telefónica plantea una reflexión simple pero poderosa: “¿Qué pensarías si un vecino viniera a tu casa y dijera que es suya y no tuya? ¿Te rendirías?”. Junto a su esposo, Roman Dubinin, también de 42 años, gestiona el acuario de la ciudad, un pequeño oasis que sirve de refugio tanto a civiles como a militares agotados por el asedio ruso.

La estratégica posición de Kramatorsk en la contienda

Kramatorsk es una de las ciudades codiciadas por el Kremlin para consolidar el dominio ruso sobre el Donbás, la zona que comprende las provincias de Donetsk y Lugansk y que Moscú considera parte de la llamada “Nueva Rusia”. Esta ambición quedó al menos parcialmente al descubierto en la cumbre bilateral celebrada en Alaska en agosto de 2023, cuando el presidente ruso Vladimir Putin le indicó a su homólogo estadounidense, Donald Trump, que estaría dispuesto a congelar la línea del frente si Ucrania cedía el control del Donbás.

Para los habitantes de la zona, la propuesta es inaceptable. “Estamos en contra”, dice Artiomova en otro mensaje. “No queremos vivir bajo el control de Rusia. Soñamos con la victoria y la vida en una Ucrania libre”. El objetivo del Kremlin no es nuevo: el levantamiento prorruso comenzó en abril de 2014, y con el apoyo de Moscú logró controlar aproximadamente un tercio de la región. Desde la invasión a gran escala de febrero de 2022, las tropas rusas han ocupado casi la totalidad de Lugansk, mientras que Kiev conserva apenas el 30 % de Donetsk. De los seis millones de habitantes que vivían en el Donbás en 2022, hoy apenas queda la mitad.

El historiador ucraniano Serhii Plokhi, en su libro *La guerra ruso‑ucraniana. El retorno de la historia*, recuerda la intervención televisiva de Putin en abril de 2014, cuando describió la “Novorossiya” o Nueva Rusia como la unión de Donetsk, Lugansk, Járkov, Jersón, Mikolaív y Odesa, territorios que, según él, fueron “transferidos a Ucrania en la década de 1920 por el gobierno soviético”. Este discurso nacionalista rechaza lo que Putin llama “el regalo” de la Unión Soviética a la república ucraniana.

El Donbás, que colinda con el oeste ruso, ha sido históricamente un pulmón industrial. Tras la independencia de 1991, la falta de inversión y modernización provocó la decadencia de su economía, como señaló un informe del Banco Mundial en 2020. En la década anterior a la ocupación de 2014, la región perdió población y peso económico, un proceso que alejó a sus habitantes del centro de poder en Kiev.

“El nivel de vida en los óblasts de Donetsk y Lugansk era uno de los más bajos del país, y la población rusófona se veía movilizada por políticos que, para ganar votos, alimentaban el resentimiento contra la Ucrania occidental”, afirma Plokhi.

La siderurgia y la minería ucranianas han sufrido una fuerte merma por la pérdida de territorio. Mantener el control sobre estas áreas, sin entregarlas definitivamente a Rusia, constituye una misión estratégica para que Ucrania pueda, en el futuro, recuperar lo perdido. Durante décadas, Donetsk y Lugansk recibieron migrantes laborales de la Federación Rusa. El exgobernador de Donetsk, Pavlo Kirilenko, declaró en una entrevista con EL PAÍS en abril de 2022 que la mitad de la población que aún permanecía en la provincia era prorrusa y que los colaboradores del enemigo representaban un problema de primera magnitud.

Se estima que antes de la invasión de 2022 la población del Donbás superaba los seis millones de habitantes; hoy esa cifra se ha reducido a menos de la mitad. Tetiana Kozlovska, de 40 años, originaria de Donetsk, abandonó su ciudad natal en 2014 y ahora vive en Kiev. “Siento frustración después de más de diez años en los que ha muerto mucha gente por su tierra y quizá para nada”, comenta por teléfono cuando se le pregunta sobre la posible cesión de territorio. “Es doloroso”. La diseñadora gráfica no cree que Rusia se detenga si consigue el Donbás: “No es por la tierra, quieren la desaparición de Ucrania”. Kozlovska espera poder regresar algún día a su hogar.

Viajar a la franja de Donetsk aún bajo control ucraniano, sobre todo a localidades cercanas al frente, implica adentrarse en un territorio devastado por la guerra, con ciudades casi deshabitadas y una población que resiste el terror cotidiano de los bombardeos rusos. Ese 30 % del territorio que todavía resiste a la ofensiva constituye la base del esfuerzo de Kiev para defender su soberanía. Si Kramatorsk y Sloviansk, separadas por unos 15 kilómetros, cayeran en manos del invasor, se abrirían las puertas para que Rusia avanzara hacia la provincia de Dnipropetrovsk y, desde allí, hacia el río Dnipró, columna vertebral del país.

El 12 de junio, el Instituto para el Estudio de la Guerra (Institute for the Study of War), con sede en Washington, advirtió: “La rendición del resto del óblast de Donetsk como condición previa para un alto el fuego, sin un acuerdo de paz definitivo, obligaría a Ucrania a abandonar su ‘cinturón fortaleza’, la principal línea defensiva fortificada en el óblast desde 2014, sin garantía de que los combates no se reanuden”. Ese cinturón, construido a lo largo de 11 años, recorre unos 50 kilómetros entre Kostiantinivka, en el sur, y Sloviansk, en el norte.

Pokrovsk, otro de los pocos grandes municipios de Donetsk que aún está bajo control ucraniano, está prácticamente rodeado por las tropas invasoras. En el asedio a Pokrovsk, el ejército ruso ya ha tomado posiciones dentro del Dnipró. Por eso, el presidente finlandés Alexander Stubb, durante la cumbre convocada por Trump en Washington, describió a Kramatorsk y Sloviansk como “el bastión contra las hordas de los hunos”.

La parte del Donbás bajo dominio ruso se divide en dos zonas: la zona activa de combate y el territorio separatista prorruso que ha quedado relativamente intacto. El alejamiento del frente de la ciudad de Donetsk ha permitido cierta calma en la capital provincial, donde ya se observan niños y familias en las calles, aunque la ruptura con Ucrania hace más de una década ha sumido a la zona en una profunda depresión económica. Casas deterioradas, fábricas y oficinas abandonadas son ahora parte del paisaje.

La región también enfrenta una grave crisis hídrica. La guerra ha destruido la infraestructura de abastecimiento, que antes servía tanto a ciudades controladas por separatistas como a aquellas bajo supervisión rusa. El suministro de agua es irregular; los hogares pueden pasar varios días sin recibir agua, mientras el régimen ruso impone un racionamiento estricto.

La ciudad costera de Mariúpol, la mayor conquista del ejército ruso, fue utilizada por la propaganda del Kremlin como ejemplo de reconstrucción de posguerra. Tres años después, la mayoría de las obras permanecen paralizadas, y solo avanzan los proyectos destinados a vender edificios a rusos.

En las localidades más próximas al frente, la situación es aún más crítica. En la zona de Gorlovka, a menos de diez kilómetros de la línea de disputa, los drones sobrevuelan de forma constante y los proyectiles caen con regularidad. “Solo queremos tranquilidad”, expresan los ucranianos que todavía viven allí. Raisa, una mujer de Mariúpol, comentó hace unos meses que, cuando le preguntaron si se sentía “libre” bajo la ocupación rusa, respondió: “¿Libre de quién?”.

En las autoproclamadas “repúblicas separatistas” de Donetsk y Lugansk, la mayoría de la gente se muestra abiertamente a favor de integrarse a Rusia; quienes se consideran ucranianos han huido o prefieren permanecer en silencio. Se desconoce cuántos miles de civiles han sido detenidos en territorio ocupado, y algunos, como la periodista Viktoria Roschtschyna, han fallecido en prisión.

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