Santos, ángeles, monstruos y diablos cornudos: el románico no fue blanco, sino en colores

En el amanecer del siglo XI el monje cluniacense borgoñón Raúl Glaber describió con una prosa poderosa la transformación que, según él, cubría de blanco el paisaje de iglesias de toda Europa: “Cuando se avecinaba el tercer año que siguió al año mil, se vio en casi toda la tierra renovarse las basílicas de las iglesias… se hubiese puesto en todas partes un blanco manto de iglesias”. La fama de ese pasaje se debe tanto a la dramática visión de un mundo sacudido por la llegada del milenio como a la imagen de un manto inmaculado que simbolizaba purificación y renacimiento.

Le Corbusier retomó esa metáfora en 1937 al titular su libro de viaje a los Estados Unidos, Cuando las catedrales eran blancas, subtitulado Viaje al país de los tímidos. El arquitecto utilizó la blancura de las catedrales como símbolo de un mundo deslumbrado y esperanzado, aunque la realidad de los templos medievales era muy distinta: la mayoría estaban originalmente policromados, con una rica paleta de colores que la posterior degradación y los actos vandálicos habían borrado en gran medida.

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Policromía y restauración

Los trabajos de restauración de los últimos siglos han permitido recuperar, al menos parcialmente, la policromía original de los pórticos, capiteles y ábsides románicos. Gracias a técnicas científicas y a la pericia de artesanos especializados, hoy podemos contemplar los vivos colores que originalmente cubrían santos, ángeles, criaturas fantásticas y escenas cotidianas. Un ejemplo destacado es el ciclo de labores agrícolas del panteón de San Isidoro de León, donde la pintura mural combina conocimientos bíblicos y litúrgicos con representaciones de la vida campesina.

En el interior de la catedral de Santa Fe de Conques, el tímpano del Juicio Final muestra una enorme boca infernal, demonios torturando pecadores y el Cristo majestuoso rodeado de una mandorla azul, todo en una paleta de verdes y azules que resultaba impactante para los fieles medievales. En la catedral de Autun, la inscripción que encuadra la escena del infierno advertía: “Que este terror espante a los contaminos con los errores terrenales”. Estas imágenes, tan explícitas como didácticas, fueron objeto de debates teológicos desde San Gregorio Magno, quien las describió como “pictura quasi scriptura”, hasta San Bernardo de Claraval, que las consideraba una distracción lujosa que alejaba la atención de los pobres.

Los pigmentos empleados en la pintura románica procedían de fuentes lejanas: el cinabrio importado de al‑Ándalus para el rojo y los azules provenientes del norte de Italia. Michel Pastoureau señala que, aunque el azul había sido poco usado hasta el siglo XVIII, su presencia en los muros medievales marcó una revolución simbólica que transformó la percepción del color en la Europa moderna.

Iconografía y significado

Los programas iconográficos románicos combinan narrativas bíblicas con elementos del mundo cotidiano. En el ábside de la iglesia de Santa María de Aneu aparecen serafines con seis alas y un cordero apocalíptico, mientras que en San Clemente de Taüll se representan criaturas híbridas que desafían la lógica natural. Estas composiciones, a veces sólo descifrables por especialistas, buscaban transmitir la doctrina cristiana a través de una visualidad que, aunque aparentemente infantil, ocultaba una complejidad simbólica y moral.

La pérdida de muchos murales originales se debió a saqueos y exportaciones en los primeros decenios del siglo XX. Paneles de la ermita de San Baudelio de Berlanga fueron arrancados de noche y enviados al museo The Cloisters de Nueva York; algunos de ellos regresaron a España en 1957. La compra entre 1919 y 1923 de diez conjuntos pictóricos románicos catalanes por el Museo Nacional de Arte de Cataluña, mediante la técnica del “strappo”, evitó que grandes piezas salieran del país y suscitó polémicas sobre la restitución de obras procedentes del monasterio de Santa María de Sigena.

Influencia en la vanguardia

Los artistas de la vanguardia del siglo XX encontraron en el románico una fuente de inspiración onírica y primitiva. Francis Picabía quedó fascinado por los ábsides de Santa María de Aneu y San Clemente de Taüll, cuya energía visual influyó en sus obras posteriores. Pablo Picasso tomó como modelo la escena del diluvio del Beato de Saint‑Sever para la parte inferior del Guernica. Joan Miró, que recordaba haber quedado enamorado de la pintura mural románica desde niño, utilizó sus motivos para el mural cerámico de la sede de la UNESCO en París.

Sin embargo, la polémica no desapareció. En 1943, el director del Museo Nacional de Escultura, Francisco de Cossío, describió las pinturas de la Vera Cruz de Meruelo como “balbuceos de pintura cristiana” que recordaban los garabatos de niños. El escritor Josep Pla, por su parte, relató la reacción del público ante el Pantocrátor de los ábsides: la gente quedaba “atónita y sin respiración” antes de que la rigidez de la figura provocara una sensación de incomodidad.

En definitiva, la policromía románica sigue fascinandonos por la combinación de una narrativa visual accesible y una estética que, a la vez, resulta ajena y enigmática. Las restauraciones actuales permiten apreciar la vibrante paleta original, mientras que la herencia de esos colores y símbolos continúa alimentando tanto el estudio académico como la imaginación de artistas contemporáneos.

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