Díscolos
En Chile, cuando el sistema político revela sus fisuras, los propios incumbentes despliegan una creatividad febril para proponer reformas que, en realidad, no pretenden transformar la casa común, sino mantener en pie el edificio que todavía los alberga. Desde la abolición del sistema binominal hasta las sucesivas reformas de partidos, lo que se ha observado es una larga cena de ajustes cosméticos que jamás han logrado convencer del electorado.
Ahora, como si hubieran descubierto la pólvora, la clase política chilena parece haber comprendido que la fragmentación parlamentaria no es solo una estadística incómoda, sino una amenaza real para la gobernabilidad.
La propuesta de “subir la reja” al Congreso
La solución que se discute —y que resulta a la vez necesaria y cruel— es elevar el umbral de votos a nivel nacional que deben alcanzar los partidos para obtener representación parlamentaria. La medida, presentada como un mecanismo para fortalecer la democracia, funciona en la práctica como un filtro que elimina a colectivos que dependen más del financiamiento público que de la confianza ciudadana.
Paralelamente, se avanza en iniciativas para endurecer la disciplina partidaria y establecer requisitos más estrictos para la fundación de nuevos partidos o movimientos. El mensaje es claro: frenar la proliferación de “pymes políticas”, esas agrupaciones que surgen de conversaciones informales, adoptan banderas llamativas y terminan negociando cupos como si se tratara de entradas para un clásico de fútbol.
Los partidos, autoproclamados guardianes de la democracia, se comportan como marcas de detergente: cambian de nombre, se fusionan y se disuelven, prometiendo una “limpieza” que nunca llega. La representación partidaria se ha convertido en un simulacro sofisticado, con reglamentos minuciosos, pactos publicados en plataformas digitales, listas equilibradas en género y hasta lápices estandarizados para marcar la preferencia. Todo ello para que, al final, la disciplina partidaria sea más una recomendación estética que una obligación real.
En este escenario surge el “díscolo”: el parlamentario que jura lealtad a su bancada y, al minuto siguiente, vota en contra de ella. Mientras la legislación electoral regula hasta el doble de las papeletas, la pulsión de los congresistas de declararse independientes cuando conviene sigue fuera de control. La paradoja es cruel: en un país donde los representantes gozan de una libertad casi absoluta, el único que realmente sufre es el ciudadano común.
Con la reinstauración del voto obligatorio en 2023, se completó el proceso. Millones de electores volvieron a las urnas no por un impulso democrático, sino por temor a la sanción. Así nació el “votante obligado”, un actor inesperado, incómodo y decisivo. Su debut se dio en el plebiscito constitucional de 2022, donde la participación alcanzó niveles inéditos y el proyecto fue rechazado con un contundente 62 %.
En 2023, en la elección de consejeros constitucionales, este nuevo elector inclinó la balanza hacia la derecha más dura, premiando el discurso del orden frente al ruido de la incertidumbre. En las municipales de 2024, su voto se mostró pragmático: favoreció a quienes prometían pavimentar calles o instalar luminarias, mientras las élites políticas seguían discutiendo iniciativas que poco interesaban al ciudadano. El perfil del votante obligado es mayoritariamente de comunas periféricas y sectores populares donde antes reinaba la abstención; es conservador en valores, desconfiado de la política y reaccionario por naturaleza. No vota por proyectos, sino contra ellos; no se adhiere a partidos, los castiga. Su brújula es el malestar inmediato y su lealtad, inexistente. Cuando se le obliga a votar, responde con un voto de castigo.
El resultado es una tragicomedia institucional: un sistema electoral obsesionado con disciplinar a los ciudadanos —plazos rígidos, papeletas impecables, propaganda milimétricamente controlada— mientras se tolera un Congreso donde la disciplina partidaria es, en muchos casos, un chiste de pasillo. El votante obligado se convierte, en última instancia, en el verdadero díscolo de la democracia: no se disciplina, no se fideliza, no se conquista. Se le arrastra a la urna y, con ironía colectiva, altera el rumbo del país.
Como sociólogo, Juan Pardo, director de Feedback, se muestra escéptico respecto a predecir el futuro, pero no impide reírse de la paradoja que vive Chile: el país clama por gobernabilidad y castiga la improvisación, pero aplaude la independencia y el voto en conciencia; reniega de los partidos históricos, pero teme que las nuevas agrupaciones sean peor; quiere que el Congreso funcione, pero desconfía de sus parlamentarios. El próximo 16 de noviembre se presentará una nueva prueba de fuego para el sistema electoral, y la pregunta que queda es si la “cirugía” política logrará estabilizar al paciente o, como tantas veces en la historia chilena, terminará demostrando que el remedio es casi tan amargo como la enfermedad.
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