Identidades rígidas, emociones congeladas

En la actualidad Chile parece haber entrado en una fase de inmovilidad política que se percibe como una pausa dramática. Tras los intensos episodios del estallido social, la pandemia y los procesos constituyentes, la población ya no reacciona con la misma intensidad a los vaivenes de los gobiernos. La aprobación presidencial se mantiene prácticamente estable, con variaciones de apenas unos puntos, mientras que la desaprobación muestra un comportamiento similar. Este estancamiento no es señal de indiferencia, sino de una consolidación de identidades que transforma la evaluación de los líderes en una cuestión de pertenencia más que de hechos.

Los gobiernos de Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y, en menor medida, los mandatos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, solían generar un vaivén emocional entre la ciudadanía: caídas dramáticas de popularidad, recuperaciones parciales y cambios de opinión que alimentaban una narrativa política dinámica. En contraste, al concluir la gestión de Gabriel Boric, el escenario se presenta como una escena estática donde los ciudadanos observan sin involucrarse activamente.

Un tercer actor que rompe la lógica bipolar

En medio de los tradicionales bloques de izquierda y derecha emerge un actor significativo: el 20 % del electorado que respaldó a Franco Parisi en la primera vuelta presidencial. Este segmento se sitúa en una posición liminal, participando en la política sin sentirse plenamente representado por ninguno de los partidos tradicionales. Son electores que permanecen en los márgenes, dispuestos a decidir pero conservando distancia, y que utilizan su voto como una señal más que como una afiliación definitiva.

Este grupo se caracteriza por una desconfianza estructural hacia la clase política y por una tendencia a emplear la “antipolítica” como herramienta de crítica, sin llegar a rechazar totalmente el sistema democrático. Su presencia revela una fisura profunda en el entramado político chileno: una parte importante de la sociedad rehúsa ser encasillada en los mapas identitarios que dominan el debate público.

Para los candidatos que busquen la presidencia, este escenario plantea un desafío sin precedentes. Ni el candidato de la derecha, José Kast, ni el de la izquierda, José Jara, podrán contar con un electorado entusiasta y comprometido. La ciudadanía muestra una rigidez emocional marcada por identidades fijas, y el segmento del 20 % que se ubica “entre‑afuera” se perfila como la única reserva de movilidad emocional que aún persiste.

En este contexto, las políticas públicas no generarán grandes sorpresas ni reacciones extremas; simplemente reforzarán las convicciones preexistentes de los diferentes grupos. Las crisis no reordenarán el mapa político, sino que confirmarán las identidades ya establecidas. Los logros gubernamentales, por más evidentes que sean, no garantizarán un apoyo sostenido, pues la población observará la gestión desde una distancia escéptica, enfocada más en juicios morales que en evaluaciones técnicas.

No obstante, la misma posición marginal del electorado de Parisi puede convertirse en una oportunidad para reactivar la dramaturgia política chilena. Al no estar atados a los moldes tradicionales, estos votantes representan una posible vía para que la política recupere su capacidad de sorprender, de cambiar de opinión y de generar una narrativa colectiva. No son un voto volátil; son una grieta que, bien canalizada, podría abrir espacios de debate y participación más amplios.

Para que Chile recupere el movimiento político, es necesario construir puentes entre los distintos sectores: la clase política, la cultura, la sociedad civil, el empresariado y la academia. Solo mediante un diálogo inclusivo que trascienda los prejuicios y las identidades rígidas se podrá volver a una conversación pública orientada a la construcción de sentido, más que a la defensa de certezas inamovibles.

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