La verdad impactante que nadie se atreve a revelar

En un sueño recorrí un bar para comprar tabaco; al salir, la figura que me esperaba no era la de una joven veinteañera, sino la de una niña de siete u ocho años. Reconocí su rostro y, al mismo tiempo, ella no parecía reconocerme. Me agaché para mirarla a su nivel y, sin entender del todo, intenté explicarle lo que había sucedido, pese a que la conversación giraba en torno a cosas que ambos aún no comprendíamos.

Un vínculo que trasciende el tiempo

Lo verdaderamente desconcertante no era la extraña situación del bar, que parecía una máquina del tiempo, sino que, veinte años después, seguimos compartiendo la misma conexión. Cada vez que intento presentar o hablar de ella a alguien, me cuesta usar términos como “amiga” o “mi mejor amiga”, pues siento que no hacen justicia a lo que representa para mí.

Nos conocimos en septiembre de 1997; ella tenía cinco años y yo seis. Desde entonces, y hasta los dieciocho, compartimos aula y, durante la secundaria, se convirtió en una hermana que nunca llegué a tener. Dormíamos juntas la mayor parte de los días, a veces en mi casa y otras en la suya. Con el tiempo, ambas familias se entrelazaron: ella vivía con su madre, ya que sus hermanos eran mayores y su padre trabajaba como camarero en Cataluña; los míos se estaban separando y mi hermano era diez años menor que yo. En ese contexto, nuestras madres aceptaron la custodia compartida de una adolescente que no era su hija biológica.

Aprendimos a atarnos los cordones, a leer, a maquillarnos y a cuestionar nuestras acciones. Nos acompañamos en rupturas y enamoramientos, en dificultades económicas, en celebraciones familiares, en nacimientos y funerales. Hemos llegado a amar todas las versiones de la otra, aceptando las discrepancias ideológicas, personales y hasta teológicas que surgieron a lo largo de los años.

Lo que hemos descubierto es que el amor duradero se basa en la paciencia y la ligereza, en la capacidad de mirarse a uno mismo y al mundo sin excesiva gravedad. La justicia y la templanza son esenciales, pero lo fundamental es no otorgarse una importancia desmedida, salvo al amor. Reír, tanto en los buenos como en los malos momentos, en lo ajeno y en lo propio, es la condición sine qua non de esta relación.

Hoy, en el día de su cumpleaños, me permito olvidar la columna que debería comentar el tercer párrafo de la página diez del último informe de la UCO y, en su lugar, felicitarla por su vigésimo noveno año de vida. A ella, y a todos los que, como yo, tienen la suerte de contar con una persona así en su vida.

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